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La investigadora Sara Seux escribe sobre catolicismo, tecnocracia y cómo el Papa Francisco seguirá guiando el camino ante la crisis climática.
Caminemos cantando. Que nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten el gozo de la esperanza.
Es 21 de abril de 2025, acabo de despertar y acaba de morir el Papa Francisco.
Nacido como Jorge Mario Bergoglio, el hombre que murió hoy tomó el nombre de otro que nació hace más de 800 años en Asís, Umbría.
San Francisco de Asís, como Bergoglio, no nació siendo Francisco, sino siendo Giovanni, y fue uno de los principales precursores del ecologismo en la Iglesia Católica - y en la historia de la humanidad.
San Francisco de Asís no sólo inspiró el nombre del primer papa latinoamericano.
También lo inspiró en su segunda encíclica: «Laudato Si’» que revolucionó la comprensión de la crisis climática.
Los jóvenes nos reclaman un cambio. Ellos se preguntan cómo es posible que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis de ambiente y en los sufrimientos de los excluidos.
— Papa Francisco
El papa muere mientras vivimos una crisis que arrastra todo.
Social, política, económica, ecológica. Un pantano en el que nos hundimos, día tras día. Y entonces, aparece esa voz. Dice que nada vale la pena. Que no vas a tener casa propia ni un trabajo digno.
Que el mismo partido que nos gobierna hace 70 años seguirá en el poder, por siempre. Que intentarlo es inútil. Mejor no meterse. Mejor callarse. Mejor huir.
A veces, lo admito, esa voz me convence. Pero no quiero darle a los poderosos el placer de verme rendida. Así que me pregunto: ¿cómo lo cambiamos todo?
Francisco amó Paraguay. Visitó como Papa un país agropecuario donde la tierra lo es todo, la crisis ecológica y la desigualdad en la tenencia de tierras son dos caras de la misma moneda.
Muchos campesinos no cuentan con el elemento fundamental para su trabajo: suelo fértil. Y si lo tienen, no cuentan con las herramientas ni el apoyo necesario para salir adelante.
Es así que hoy vemos una migración importante de jóvenes rurales a la ciudad, con trabajos precarizados y muchas veces terminando en el consumo problemático de drogas para poder escapar de una realidad que parece una pesadilla.
En contraparte a esta situación -una de las tantas que tienen a los jóvenes en una desilusión constante- los sucesivos gobiernos paraguayos no supieron responder -o no le dieron la oportunidad de hacerlo, como en 2012- a la creciente desigualdad de nuestro país, es más, en muchos casos la acentuaron.
El Papa Francisco no solo no esquivó nuestra realidad cuando escribió Laudato Si. Nos la presentó con palabras claras. Nos presenta el “paradigma tecnocrático.
El Papa nos habla de aquellos que creen que la ciencia y la tecnología nos pueden salvar de todos los problemas actuales sin necesariamente considerar el aspecto social.
Spoiler: no nos van a salvar.
El cambio climático puede no ser el monstruo que pensamos.
No porque no sea grave, sino porque es, quizás, una oportunidad para repensarlo todo. Desde las políticas de vivienda y ordenamiento territorial, a las estrategias de movilidad urbana e internacional, hasta la política fiscal.
Hay dos maneras de responder a esta crisis.
Una es la tecnocrática de la que nos habla el Papa Francisco, donde vemos la realidad únicamente en términos de lo que es medible y manipulable, donde hay una desconexión total con el entorno natural y social y donde el ser humano es simplemente un engranaje dentro de una máquina más grande, cuyo valor se mide simplemente en función de si es productivo y útil bajo criterios caducos de la economía.
Por otro lado, está la integral, la que asigna valor al ser humano simplemente por ser persona y a la naturaleza por ser el espacio donde existimos todos los seres vivientes, desde un gusano hasta un humano. Donde la tecnología se utiliza al servicio de todos y no de unos pocos
Más allá del sol
Nos encontramos en un momento en la historia donde los Estados tienen que tomar una decisión de manera urgente sobre qué camino seguir para abordar la crisis climática.
Los créditos de carbono, los autos eléctricos, el reciclaje en el hogar, los monocultivos de árboles, el almacenamiento de carbono… son todas “soluciones” que suenan bien, pero que en la práctica, son mecanismos para “abordar” lo ambiental sin tocar grandes intereses. Para seguir enriqueciéndose desmedidamente.
Y estas soluciones son, además, individuales o corporativas.
¿Cuántos pueden comprarse un vehículo eléctrico?
¿Acaso no es más sensato mejorar el sistema de transporte público, desincentivar el uso del automóvil, y/o pensar en otras formas de movilización colectiva como trenes y tranvías?
¿O pensar en formas de desarrollo que no ejerzan más presión en los ecosistemas y cuidar lo que ya tenemos?
¿Migrar hacia una matriz productiva menos dependiente de lo primario?
Replantear nuestra relación con la naturaleza y sobre los modelos que la manejan no es una cuestión hippie.
Es una cuestión política, y me atrevo a decir, de supervivencia.
Lo que está ocurriendo nos pone ante la urgencia de avanzar en una valiente revolución cultural. La ciencia y la tecnología no son neutrales, sino que pueden implicar desde el comienzo hasta el final de un proceso diversas intenciones o posibilidades, y pueden configurarse de distintas maneras.
Nadie pretende volver a la época de las cavernas, pero sí es indispensable aminorar la marcha para mirar la realidad de otra manera, recoger los avances positivos y sostenibles, y a la vez recuperar los valores y los grandes fines arrasados por un desenfreno megalómano.
— Laudato Si’, p. 90.
Hablar de revolución cultural suena grandilocuente, lejano, como si fuera un concepto destinado a los libros y no a la realidad que golpea, todos los días, en cada esquina. Como si el cambio fuera una utopía reservada para soñadores o santos.
No lo es.
Es un llamado urgente que se cuela en cada decisión cotidiana, en cada acto que decidimos tomar o ignorar. No se trata de abandonar todo y vivir como San Francisco de Asís, renunciando a cada bien material en un acto de fe extrema, aunque él lo hizo, y de una manera que aún hoy nos sacude.
No, el Papa Francisco no pide eso.
Lo que nos pide, lo que exige este momento crítico, es algo mucho más difícil: un cambio de mentalidad. Abandonar la comodidad del statu quo, cuestionar las soluciones fáciles que, en realidad, no solucionan nada.
Nos pide reconocer que la crisis climática no es un fenómeno aislado, sino el síntoma de un sistema que ha fallado.
Francisco nos invita a desafiar la idea de que el progreso es sinónimo de acumulación sin fin, de que todo lo que no es cuantificable carece de valor. Donde talar un árbol suma al PIB aunque reste al futuro de la vida en la Tierra.
Porque es fácil hablar de la tecnología como salvadora cuando no vemos los rostros de quienes quedan atrás, cuando no sentimos en la piel el costo de cada “avance” que arrasa con la naturaleza, que convierte bosques en cifras, ríos en datos, vidas en estadísticas.
Y es ahí, en esa desconexión, donde radica el verdadero peligro: en la ilusión de que todo puede arreglarse con más de lo mismo, cuando lo que necesitamos es, precisamente, menos.
Y agrego, acción política organizada.
Necesitamos volver a confiar en la política aunque los que en nuestro país lleguen al poder nos decepcionen constantemente.
Porque se nutren de nuestra desesperanza y de nuestros brazos caídos. Porque eso es lo que les permite seguir en el poder. Pero no la política desabrida de centro de estudiantes típica de Paraguay. Política con contenido, con territorio, con el objetivo real de disputar el poder, que interpele y que sea incómoda.
Sino es simplemente otro voluntariado que no cambia la realidad de absolutamente nadie.
Para poder vivir en un mundo donde el valor de una vida no se mida en términos económicos, sino en términos de dignidad. Donde cada decisión, cada acción, esté guiada por el respeto y el cuidado, no solo por lo que vemos hoy, sino por lo que queremos dejar para mañana.
Es un desafío enorme, sí, pero no imposible. Ambos Franciscos nos recordaron que no necesitamos grandes riquezas para hacer grandes actos.
Solo necesitamos el valor de ver el mundo con otros ojos, de escuchar el grito de la tierra y de los pobres, y de responder con un corazón dispuesto a cambiar para mantener esta, nuestra casa común.
Sara Seux es investigadora de Consenso, tesista de grado de la carrera de Ingeniería Ambiental y vicepresidenta de la Juventud de País Solidario.